Más allá de estas cuatro paredes
por Luis Fernando GalvánEl cine es un espejo versátil para reflejar los miedos más profundos y esenciales del ser humano. Desde la acrofobia de Fall, dirigida por Scott Man, hasta la peculiar aerofobia de la franquicia Destino final, concebida por Jeffrey Reddick, pasando por el pánico exacerbado hacia el reino animal en casos emblemáticos como el de Aracnofobia de Frank Marshall, las múltiples expresiones del terror han encontrado en las fobias humanas un terreno fértil para explorar los límites de la vulnerabilidad y la resistencia. Este vínculo entre el cine y las fobias no solo permite construir narrativas cautivadoras, sino que también abre un espacio para que el público reflexione sobre sus propios temores y cómo estos moldean su percepción del mundo.
En el caso específico de la agorafobia, el thriller ha sido el género predilecto para representar el intenso pavor de encontrarse en lugares abiertos, como lo demuestran los casos recientes de La mujer en la ventana, protagonizada por Amy Adams, y Kimi: Alguien está escuchando, con Zoë Kravitz. Sin embargo, esta tendencia podría limitar la comprensión y representación de este trastorno al asociarlo siempre con un tono de tensión, peligro o incluso paranoia. Si bien el thriller permite generar una narrativa envolvente y de alto impacto emocional, también corre el riesgo de simplificar las complejidades de la agorafobia, reduciéndola a un recurso para intensificar el suspenso.
Esta perspectiva limitada invita a explorar nuevas formas de abordar la agorafobia en el cine, permitiendo que otros géneros y enfoques narrativos amplíen la representación de este trastorno. Y ahí radica el primer gran acierto de Corina. En su ópera prima, Urzula Barba Hopfner retrata las ansiedades, preocupaciones y desafíos asociados a la agorafobia sin recurrir a panoramas desoladores ni atmósferas sombrías. Por el contrario, la directora mexicana traza con admirable destreza y franqueza el camino de su tímida protagonista, cuya esencia parece emparentarse con Amélie, el entrañable personaje interpretado por Audrey Tautou en el amado filme francés.
Ambientada en el paisaje urbano de Guadalajara en el año 2000, Corina sigue la vida de su protagonista homónima, interpretada magistralmente por Naian González Norvind. La voz en off de la narradora (Mariana Giménez) brinda un panorama introductorio, didáctico y suficiente sobre los antecedentes del personaje, incluyendo la relación con su introvertida madre, Renee (Carolina Politi). A sus 28 años, Corina enfrenta los retos cotidianos impuestos por la agorafobia, específicamente la dificultad de desplazarse más allá de las cuatro calles que rodean su hogar en la colonia Americana. Este espacio se convierte en un personaje más, un microcosmos que, a partir de las líneas amarillas pintadas en las banquetas, encapsula tanto el refugio como las fronteras físicas y emocionales de la protagonista.
Con el dominio técnico de los tracking shots o planos de seguimiento, Barba Hopfner y el director de fotografía Gerardo Guerra (Dos estaciones) nos permiten acompañar a Corina en su primera rutina del día, justo cuando, después de cierto nerviosismo, decide salir de casa para contar los pasos sin olvidarse de los peligros que pueden ocurrir en las calles y espacios públicos. El mundo de Corina está cuidadosamente construido alrededor de rutinas inquebrantables: un café matutino en la cafetería local y largas horas como correctora de estilo en una editorial. Sin embargo, este aparente equilibrio comienza a desmoronarse cuando un error en su trabajo pone en riesgo su futuro y el de sus compañeros.
El detonante de esta crisis surge cuando Corina altera involuntariamente el final de una popular saga de libros, un descuido que amenaza con desatar un escándalo para la editorial. Con pocas opciones a la vista, y enfrentándose a sus propios temores, se ve obligada a emprender un viaje inédito para ella: un recorrido de casi 400 kilómetros en busca de una misteriosa autora, cuya intervención es la única esperanza para corregir el desastre. Este desafío, además de obligarla a confrontar su ansiedad, también la empuja a replantearse los límites de su vida y el peso de sus decisiones.
La narrativa de Corina está dividida en dos mitades claramente diferenciadas. En la primera parte, el filme se centra en el mundo editorial y en la vida rutinaria de la protagonista, quien encuentra en su agorafobia un refugio creativo más que una limitación. Este tratamiento es innovador, ya que evita representar el trastorno desde el sufrimiento y opta por mostrar cómo esta condición le permite a Corina explorar su mundo interior. La segunda mitad, sin embargo, cambia radicalmente hacia un tono de aventura, llevando a la joven fuera de su zona de confort. Este contraste no solo amplifica el desarrollo del personaje, sino que también simboliza la ambigüedad inherente al deseo humano: la tensión entre refugiarse en la comodidad conocida y lanzarse a lo desconocido para descubrir más sobre una misma.
En esta travesía inesperada, Corina cuenta con el apoyo de Carlos, el trabajador de la cafetería interpretado con espontáneo carisma por Cristo Fernández, quien se convierte en su compañero de ruta y catalizador emocional. A lo largo del viaje, y en medio de silencios, miradas compartidas y la contemplación de los paisajes, surgen los lazos de confianza y amistad entre los personajes. Este enfoque permite que los conflictos internos de la protagonista sean retratados con una sensibilidad que trasciende lo anecdótico, logrando que el espectador empatice con dilemas profundamente humanos.
La banda sonora de Corina, compuesta por Gus Reyes y Andrés Sánchez, juega un papel fundamental en la narrativa. Alejándose de las representaciones tradicionales y románticas de personajes femeninos, las percusiones alucinantes reflejan el estrés y la tensión a los que la protagonista se enfrenta en cada paso fuera de su hogar. Este enfoque no solo subraya el conflicto interno de Corina, sino que también resalta la experiencia de muchas mujeres en la vida cotidiana, constantemente enfrentadas a la ansiedad y la presión externa. La música, en este sentido, se convierte en una extensión emocional del personaje, marcando el ritmo de su batalla interna y externa.
Barba Hopfner imprime en Corina una mirada fresca y auténtica, que combina elementos de drama y comedia para construir un universo que equilibra la complejidad emocional de su protagonista con la calidez de las relaciones humanas que la rodean. La película, muy cercana a las dinámicas del coming of age, se convierte en un relato sobre el autodescubrimiento y la lucha contra las barreras invisibles que limitan la vida, pero también en una celebración de los pequeños gestos, las conexiones inesperadas y la resiliencia.