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    'Bardo': ¿Por qué la crítica califica a Alejandro González Iñárritu como un director pretencioso?

    Una aproximación a las implicaciones del uso del concepto de «pretensión» en la crítica cinematográfica, tomando como pretexto las primeras impresiones que ha causa 'Bardo', el más reciente filme de Iñárritu, en el Festival de Venecia.

    Desde su debut como director con Amores perros (2000), el cinco veces ganador del Premio de la Academia, Alejandro González Iñárritu, ha sido habitualmente calificado como «pretencioso» por la crítica cinematográfica. El término se ha convertido en un lugar común y en una salida fácil para catalogar las obras del cineasta mexicano; es una etiqueta de referencia para describir una grandilocuencia que no se percibe como auténtica o genuina y que, por el contrario, resulta chocante o incluso tramposa.

    Sin embargo, más allá de intentar aparentar lo que no se es o presumir lo que no se tiene, el adjetivo apunta, en este caso, a la búsqueda insistente y el constante engolamiento por parte del autor de 21 gramos (2003) y Biutiful (2010) para obtener un reconocimiento público y global. Adjudicar el carácter de pretencioso, por lo tanto, no implica necesariamente negar o rechazar el valor artístico, estético, técnico o formal que pueden llegar a tener sus obras

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    De esta manera, las siguientes líneas no pretenden elaborar una revisión crítica de la filmografía de Iñárritu, sino más bien dilucidar las implicaciones del uso del concepto de «pretensión» en la crítica cinematográfica, tomando como pretexto las primeras impresiones en torno a Bardo (o falsa crónica de unas cuantas verdades), el más reciente filme de Iñárritu, estrenado en la 79a edición del Festival de Venecia. 

    Durante la conferencia de prensa en el certamen celebrado en la ciudad italiana, el director compartió que salió de México con su familia el 1 de septiembre de 2001; habían decidido mudarse a Los Ángeles por un año, pero uno se convirtió en 21. En Estados Unidos, la carrera cinematográfica de Iñárritu floreció, ganó premios Oscar y trabajó con muchas de las principales estrellas de la industria de Hollywood, pero anhelaba México.

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    Su nueva película es tanto su regreso a su país de origen como una expresión e interpretación profundamente personal de ese anhelo. Sin embargo, Bardo no se trata de un reflejo inmediato de Iñárritu, sino más bien de un alter ego; el protagonista es un periodista y documentalista (interpretado por Daniel Giménez Cacho) que también se fue de México a Los Ángeles 20 años antes, cosecha un gran éxito para después regresar a casa.

    Es una película más larga que su título, y quizás incluso más pretenciosa. Es la primera película que Alejandro G. Iñárritu hace en su México natal en 22 años, y se siente, en cada escena, el sudor y el ardor de su ambición.

    "Quiere hacer una declaración épica sobre la vida y la muerte, la ficción y la realidad, la historia y la imaginación. Quiere realizar una fantasía autobiográfica confesional sobre los miedos y sueños que se esconden tras su fachada de célebre director de cine."

    Owen Gleiberman, en su texto publicado por Variety, identifica, comprende y puntualiza uno de los rasgos esenciales de la «pretensión artística»: el deseo del autor por confeccionar una obra de magnitudes épicas. Este rasgo distintivo en el cineasta mexicano es evidente en sus anteriores filmes; en Babel (2006), por ejemplo, recurre -si se me permite la metáfora- a pinceladas amplias y gruesas para intentar retratar la naturaleza interconectada de la existencia a través de prismas globalmente refractados. Con múltiples historias que abarcan Japón, Marruecos y México, el filme presenta un elenco internacional -incluyendo Brad Pitt, Cate Blanchett, Gael García Bernal y Rinko Kikuchi- como personas atrapadas en la inevitabilidad del destino.

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    Es una película en la que acciones aparentemente intrascendentes pueden tener consecuencias imprevistas para personas que quizás nunca se conozcan. Estamos, por una parte, ante un intrépido intento intelectual de explorar las ramificaciones sociales y culturales del efecto mariposa. Pero del otro lado, estamos ante una obra sobrevalorada en el momento de su estreno; una obra víctima de su excesiva seriedad, dejando al público sintiéndose tan desconectado de la película como lo están los personajes entre sí del también director de Carne y Arena, cortometraje fotografiado por Emmanuel Lubezki.

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    Iñárritu, de algún modo, se asume como una especie de creador absoluto, se regocija en los ideales del artista moderno, encarna a un nuevo Stephen Dedalus -el personaje de James Joyce en Retrato del artista adolescente (1916) que se ve a sí mismo como Dios, tanto un mártir que sufre, como un arquitecto que construye o un mesías que posee un mensaje trascendental-, capaz de conocer el cielo y el inframundo, capaz de encarnar el bien y el mal, capaz de transitar de la realidad a la ficción, y que desde su visión artística se considera poseedor de la verdad, sin asumir que su obra artística no es más que una estrategia que parte del terreno de lo imaginario o lo simbólico para referirse a lo real, pero sólo a un fragmento de este último. Al menos así también lo identifica David Ehrlich en su crítica para IndieWire

    "Por un lado, Iñárritu casi de inmediato comienza a dar pistas de que toda la película es el sueño de muerte que aparece en la pantalla negra dentro de los párpados cerrados de Silverio después de sufrir un derrame cerebral cerca de la parada de Santa Mónica en el metro de Los Ángeles".

    Los detalles no son importantes, Iñárritu solo necesita una excusa endeble para contar una historia que no distingue entre la fantasía y la realidad, el amor y la comprensión, el fracaso y el éxito, la pretensión y la verdad, el ego y la humildad, Silverio y él mismo.

    El Iñárritu de Birdman (2014) -ese intento de condenar la vacuidad de Hollywood que termina siendo un discurso exagerado y sensacionalista en sí mismo y que incluye una escena de autoindulgencia en la que una destacada crítica de artes escénicas le dice a Riggan (Michael Keaton) que escribirá una reseña negativa sobre su obra sólo porque no le gusta su «pretenciosidad»- parece seguir obsesionado con la materialización de un relato que aborde una infinidad de temas, pero que no se atreve a hacerlo desde la autobiografía explícita o la sencillez discursiva -como ocurre con autores contemporáneos como Pawel Pawlikowski en Ida (2013) o Guerra fría (2018)-, sino a través de un alter ego que le sirve a Iñárritu para proyectar sus anhelos, deseos, traumas, fantasmas y fantasías, pero también como una armadura para resguardarse de sus ampulosidades, de su falta de franqueza, de su nula naturalidad y de su constante artificialidad.

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    Iñárritu está lejos de una genuina búsqueda personal del arte como medio de sacralización para revelar o aproximarse a una especie de trascendencia, tal como lo emprendieron el pintor Caspar David Friedrich o el cineasta Andrei Tarkovsky -que el mexicano ha citado como referentes e influencias al menos durante la confección de El renacido (2015)-, y más bien comparte mesa con Damien Hirst y Matthew Barney, artistas obsesionados con la autosacralización y ensimismados con lo que el filósofo y escritor Raymond Abellio denomina, en su ensayo Fundamentos de estética (1979), «esteticismo», es decir, considerar que el máximo valor de la vida humana es la capacidad de configurar un discurso artístico-estético, en donde un individuo asume que sus experiencias de vida son relevantes porque son material grandilocuente y efectivo para la creación artística.

    Estos rasgos son identificados por Peter Bradshaw, crítico de The Guardian, al momento de describir el “escandaloso narcisismo” de Bardo.

    Está hecho con verdadero estilo, tanto estilo, de hecho, que puedes perdonar gran parte del escandaloso narcisismo de la película. Iñárritu podría, si quisiera, contarnos una historia igualmente dolorosa pero menos grandiosa y automítica sobre su propia vida, pero ha ejercido su prerrogativa como artista y nos ha dado esta confección en su lugar. Sin duda es espectacular.

    Además, el concepto de “automítico” evidencia que el crítico británico considera que Iñárritu se preocupa demasiado por ver su vida, y por consiguiente su obra, como un trayecto de grandeza y monumentalidad que merece ser relatado porque está a la altura de los épicos relatos míticos. Esta línea de pensamiento es muy similar a la compartida por David Rooney, pero más allá de estar frente a “una épica comedia existencial”, el crítico de The Hollywood Reporter recupera ese otro elemento esencial del «esteticismo»: la pomposidad de las imágenes.

    La épica comedia existencial también es una obra de artesanía exigente, que cambia con seductora fluidez entre el sueño y la realidad con imágenes deslumbrantes, filmada en 65 mm por el gran director de fotografía Darius Khondji.
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    El «esteticismo» no sólo fractura la vida humana, sino que termina por herir al propio arte, ya que Iñárritu, al considerarse libre de toda referencia distinta de sí mismo, termina por caer en el propio capricho. Para Todd MacCarthy, que escribe una crítica a modo de carta dirigida al “Querido Alejandro” en el sitio Deadline, esa pretensión de Iñárritu se ve reflejada en su incapacidad para detenerse, en su afición por el exceso, en su autoindulgencia.

    "Sin embargo, Alejandro, esta vez me temo que no supiste dónde parar. Has convertido tu vigorizante mirada aguda de la vida en nuestro planeta cansado, en peligro de extinción y manejado imprudentemente en una extravagancia al estilo de Fellini que extrae la mayor parte del poder de la historia que has construido tan cuidadosamente desde el principio".

    Lo que podría haber sido profundo, devastador y totalmente satisfactorio a las dos horas se ha convertido en un exceso de indulgencia a las tres horas, algo exagerado y repleto en el que gran parte de la inteligencia, la sorpresa creativa y la experiencia técnica superior han sido ahogadas por una simple falta de disciplina, enfoque y moderación.

    Esta falta de moderación la podríamos catalogar como una estética del exceso descrita por Richard Lawson, en su texto publicado en Vanity Fair, quien describe los elementos y las imágenes neobarrocas que contiene Bardo:

    La mayor parte de la película tiene lugar en una especie de palacio de ensueño donde las ubicaciones y los escenarios temporales se mezclan entre sí. Bardo es una obra de realismo mágico en la que Iñárritu, con los fondos que le proporcionó Netflix, se entrega a innumerables vuelos de fantasía.

    "Vemos una última posición condenada durante la Guerra México-Estados Unidos. Hay una conversación con Hernán Cortés en lo alto de una pirámide azteca hecha de cuerpos humanos. Un largo travelling se desplaza a través de un lujoso programa de variedades de televisión, completo con bailarinas emplumadas; un hombre sobrevuela los matorrales del norte de México; un bebé decide volver a entrar en el útero de su madre después de decidir que el mundo está demasiado lejos para pasar tiempo en él".

    Además, la estética del exceso se reafirma en la incapacidad del artista para ejercer un autocontrol. Iñárritu no busca crear superhéroes que nos maravillen, monstruos que nos asusten o criaturas mitológicas que nos sorprendan por su apariencia, pero actúa de la misma manera que Perseo: pretende que el espectador quede paralizado, absorto y convencido mediante un escudo-imagen. Que la cabeza de Medusa petrifica a quien la mira no tiene que ver con el uso de la imagen, sino con una auténtica presencia que se vive y padece en carne propia.

    El realizador mexicano, en cambio, se vanagloria de sus logros, como el antiguo héroe griego, mediante la cabeza de Medusa, es decir, un agente mediador llamado «representación». La imagen es el espejo con el que se defiende, con el que consigue conjurar la acción hipnótica de Medusa haciendo de ella una representación que usurpa a la presencia auténtica. Lo que significa que la vida ha sido destituida, simbólicamente decapitada y suplantada por la imagen.

    Bardo, Falsa crónica de unas cuantas verdades
    Bardo, Falsa crónica de unas cuantas verdades
    Fecha de estreno 27 de octubre de 2022 | 2h 40min
    Dirigida por Alejandro González Iñárritu
    Con Daniel Giménez Cacho, Griselda Siciliani, Ximena Lamadrid
    Medios
    2,7
    Usuarios
    2,8
    Sensacinemx
    3,0
    Streaming
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