En la costumbre de temporadas pasadas, cada personaje seguía un particular arco narrativo. Cada una de sus decisiones -correctas o no- tenían un propósito para su desarrollo, que al mismo tiempo lo acercaban a su desenlace. En la última temporada no sólo vimos a Arya (Maisie Williams) correr -en una edición maravillosa pero sin mayor propósito a futuro- por King’s Landing, tampoco vimos hacer nada a Cersei (Lena Headey) -por ejemplo- más allá de beber vino junto a la ventana y la reacción ante su derrota fue bastante débil para su carácter. De hecho, el juego de reinas que pareció plantearse en un principio, se disolvió en el humo del aliento de Drogon.
También vimos y supimos poco de Daenerys (Emilia Clarke) tras su transformación. Este fue quizá el aspecto que más molestó a todos en torno a su conversión en la Mad Queen. Aunque el giro de convertir a la heroína en la peor tirana es espectacular, no lo vivimos así porque no se construyó correctamente la tensión en torno al desenlace de esta narrativa. Tristemente, lo mismo pasó con prácticamente todos los personajes.
Hasta el Cleganbowl perdió espectacularidad al obviar lo mucho que Sandor (Rory McCann) tenía que reclamarle a Gregor (Hafpór Júlíus Björnsson). Pero quizá los peores fueron Jon Snow (Kit Harington), quien se convirtió en un cero a la izquierda desde el inicio de la temporada y Bran (Isaac Hempstead-Wright), el que más respuestas tenía y quien se dedicó a mirar al vacío y servir de adorno. Como se lo dijo a Tyrion (Peter Dinklage) en la escena final, parece que desde el principio sabía que al final, el rey sería él.