Las películas de terror son más que simples vehículos para asustar al público con asesinos seriales (Halloween), sádicas torturas (Saw: Juego macabro), casas embrujadas (Poltergeist) y monstruos extraterrestres (Alien, el octavo pasajero). El género recurre a estos estridentes y espectaculares elementos para revelar lo que realmente teme la sociedad. El bebé de Rosemary (1968), la película de horror psicológico de Roman Polanski, es un espécimen perfecto para estudiar este concepto, ya que no utiliza muchas técnicas o tropos del género para horrorizar a su público, sino que se concentra en crear una atmósfera e historia que habla de los miedos más profundos y subconscientes de la sociedad.
Cinco años antes de que El exorcista, de William Friedkin, provocara que el público vomitara en los pasillos y se desmayara en las salas oscuras, el horror diabólico planteado por Polanski causó controversia debido a la manera tan directa en la que concibió una antigua preocupación en la cultura occidental: la lucha entre el bien y el mal. Con seguridad y sin miedo de ser catalogado como blasfemo por la Liga de la Decencia o censurado por la iglesia católica, el cineasta polaco le otorga el triunfo a la secta demoniaca encabezada los Castevet (Ruth Gordon y Sidney Blackmer), quienes logran su malévolo objetivo en el que, a partir de una doble violación (a cargo del esposo, Guy, interpretado por John Cassavetes, y de Satanás), la protagonista Rosemary (Mia Farrow) concibe en su vientre a la figura del Anticristo.
El también director de El cuchillo en el agua y Repulsión recurre a técnicas cinematográficas y narrativas para poner a su audiencia en el lugar de una joven temerosa que ha perdido el control de todos los aspectos de su vida. Esto lo logra a través del lente del realismo, que demuestra ser una forma muy intrigante de generar miedo en su público, porque todo lo que ve en la pantalla se ofrece como si fuera un fragmento de su propia realidad. Además, cuando Rosemary comienza a desconfiar de los que la rodean mientras se apoderan de todas las áreas de su vida, incluyendo su vientre, Polanski recurre a planos subjetivos y marcos inusuales para permitir que la audiencia se identifique con la mujer y experimenta el horror, la ansiedad y la paranoia.
Al igual que la novela de Ira Levin (publicada en 1967), que sirvió de inspiración a Polanski, la película toca la fibra sensible de los lectores y espectadores porque aborda de manera escalofriante los miedos en torno a la traición íntima, la contaminación del cuerpo y la persecución por parte de fuerzas metafísicas del mal. Rosemary es víctima de individuos enloquecidos por el poder que utilizan magia negra para servir al mal satánico. Esta historia de ocultismo y maldad está ambientada en el Manhattan de los años 60, en un mundo donde Dios está muerto pero Satanás está vivo y donde superficies agradables apenas cubren un abismo de depravación. El mal absoluto es real y no tiene problemas para encontrar colaboradores humanos, personas que persigan activa y egoístamente la dominación y el poder, así como personas que toleran pasivamente el mal.
La película hace explícito lo que sucede (para el público, no para Rosemary). A excepción de las secuencias oníricas, la obra está elaborada con una verosimilitud cinematográfica convencional por parte del director de fotografía William A. Fraker: planos largos, formato de toma larga, objetivos estándar, montaje de continuidad, puesta en escena en interiores y rodaje en exteriores. Polanski presenta algunas imágenes surrealistas, como una cama flotando en el agua, pero es fácil discernir qué partes son alucinaciones y sueños y cuáles son el ritual de la capa de lo real. La dirección de esa secuencia es magistral, la edición crea la impresión de un vórtice al girar a través de imágenes repetidas cada vez más rápido. También usa la desnudez de manera muy efectiva: cada paso más profundo hacia el horror coincide con un corte en el pecho o rasguño en la espalda de Rosemary, subrayando su vulnerabilidad.
Debido a que esos fragmentos, comparativamente realistas, es donde aparece Satanás (sus ojos se acercan y se muestra a Rosemary violentada por garras coriáceas), hay más confirmación que conmoción en el clímax, lo que significa que hay más temor que incertidumbre antes de llegar al final. La conclusión (cuando Rosemary conoce a su bebé, al descendiente de Satanás) funciona no porque sea una sorpresa sino porque es terriblemente inevitable. Rosemary hace su terrible descubrimiento y el espectador está desconcertado porque no puede ayudarla.
Al igual que La profecía (de Richard Donner) y otras películas de ocultismo y rituales satánicos, El bebé de Rosemary también tiene fama de estar maldita. El compositor Krzysztof Komeda se cayó por un precipicio y murió tras pasar cuatro meses en coma. William Castle, productor de la película, sufrió cálculos biliares de tal gravedad que requirió cirugía. Se recuperó, pero su carrera no. La película puso fin al matrimonio de Mia Farrow con Frank Sinatra, a quien le entregaron los papeles del divorcio en el set.
Aunque El bebé de Rosemary recibió una nominación al Oscar en la categoría de Guión Adaptado y le permitió a Ruth Gordon ganar la estatuilla dorada como Mejor actriz de reparto, la desgracia más notoria relacionada tangencialmente con la película fue el destino de la esposa de Polanski, Sharon Tate. Estaba compitiendo por el papel principal antes de que Mia Farrow fuera elegida, pero continuó merodeando por el set. Ella aparece sin acreditar en una escena, y la película todavía se proyectaba en algunos cines cuando fue asesinada por la familia Manson, junto con cuatro amigos y su hijo por nacer. Poco más de una década después del estreno de la película, John Lennon fue asesinado a tiros en las afueras del Dakota en Nueva York, el edificio donde se filmó esta película maldita.